sábado, 27 de junio de 2009

El desierto

Cornalera de sombras menores 27-6-09

La visita a Real de Catorce fue rápida, intensa y memorable. Llegamos al atardecer, el sol se ocultaba y presentaba un paisaje dorado, una vegetación poderosa, casi metálica, agresiva y sensible. Hasta entonces, nada había visto con aquel poder insinuante, con aquella intensidad para evocar momentos y construir recuerdos. Horas más tarde nos cubrió la noche, y el cielo se hizo presente, hundido en la oscuridad y a su vez transparente. Las estrellas eran evocaciones lejanas que llenaban el firmamento de preguntas. Aquella noche se sumó a las noches que guardo en el recuerdo, las de las Planas del Saso en compañía de mi padre, cuando dormíamos en el borguil de paja y nos enseñaba las constelaciones.

La cena fue un preámbulo de los sabores de la noche y la noche, ¡fue de locura! Mientras los chacales aullaban en la lejanía, algunos roncaban en las tiendas y otros preparábamos el rapto de las Sabinas. Todavía me pregunto porqué no dejamos a Curro más suelto y entramos en acción al instante en el sigilo de la noche, el lugar lo pedía a gritos. El cielo se llenó de evocaciones luminosas, los recuerdos se hacían presentes entre los cactos dormidos. Las palmeras erectas como troncos secos, como guerreros cargados de espadas, hacían que el lugar se llenara de presagios. Entre tanto, un escorpión cruzó el círculo que habíamos formado entorno al fuego y Joseph y su compañero, (los orfebres alemanes) hacían alarde de los efectos del peyote. Risas sin cesar en la oscuridad de la noche. El calor de las llamas alimentaba las palabras, los temas de debate, la brillantez de los ejemplos y la fantasía. Los ronquidos y aullidos de los coyotes se sumaban a un silencio que hacia posible sentir el arrastre de ratones y serpientes a cierta distancia.

Yo no pude dormir nada, soy sensible a los cambios y aquella noche havia colmado todas las expectativas. Al despuntar el alba empecé a caminar, a adentrarme en aquella vegetación vigorosa, atravesando laberintos de espinos. El sol no era presente todavía pero llenaba el cielo de una luz intensa, el azul se degradaba hasta llegar en el horizonte al rojo vivo; ni una sola nube, ¡era el cielo de Camala, el pueblo muerto de Pedro Páramo!

Subí montaña arriba hasta coronarla, ¡justo el momento de apuntar el sol en los límites del cielo! Me recordó un amanecer similar en los desiertos de Afganistán en 1975. Una caravana interminable de camellos cargados y mi sombra proyectada en el suelo, formaron el primer autorretrato de la serie. Aquel amanecer no es único, ¡de amaneceres estoy lleno! Cuando era un niño, mi madre nos levantaba a las cinco de la mañana para ir a espigar, teníamos que llegar al campo, (que podían ser kilómetros), antes de la salida del sol; había que hacer el trabajo con la fresca. De todos los amaneceres, el más espectacular lo recuerdo en El Cairo, el día que un taxista loco me llevó a La Ciudad de los muertos y justo en el momento de visitar una casa-tumba, el sol iluminó la ciudad. Si viene a cuento, más adelante publicaré las experiencias en estas páginas.

Vuelvo a Real de Catorce, a la montaña de las agujas y los sables. Desde allí vi un espacio ilimitado, igual en todas las direcciones, la misma vegetación, el mismo referente que se multiplicaba y dejaba presente la potencia de la vida. Desde aquella atalaya constataba que allí no caía ni una gota de agua y cuando lo hacía se evaporaba al instante, las torrenteras eran secas y la roca estaba a flor de piel, no obstante, todo era vivo en derredor.

Al bajar la colina pasé por el lugar donde se construirá el jardín del desierto; más o menos el lugar que ocupará el núcleo del museo. Entre unas palmeras enanas y agresivas encontré un mazo de pelo, una cabellera entera y dorada como el cobre. Era de una mujer joven, quizá adolescente. Llevaba una goma de colores para unir el pelo en una coleta; fue el momento más tenso de todo mi viaje a México y quizá el de mayor incertidumbre en toda mi vida. Pensé mil cosas en un instante; qué podía hacer con aquella llamada. El lugar me dio la solución, allí sólo se podía responder de una manera. Lo cogí y lo até en el extremo de un palo como un triunfo ofrecido a la vida. Lo levante y extendí los brazos todo lo que pude en dirección al sol; la sombra era larga entre las otras sombras. Por un momento pensé en una tragedia, últimamente no puedo evitarlo. Las lágrimas me nublaron los ojos, !últimamente me acuden fácil, no puedo evitarlo!
Con la cabellera atada al palo me dirigí al campamento, cuando llegue mis compañeros estaban almorzando, yo me encontraba feliz y relajado. No acaba aquí la historia, termina una parte del relato que hace referencia al amanecer.
Con aquella ofrenda al sol se inició el camino de hacer un trabajo con los colores de la aurora, con sus efectos y mutaciones, ¡entonces todavía no tenia nombre! Ahora se llama Fénix o la ciudad del sol.